jueves, enero 24, 2013

Body Sushi




Me sería imposible ser modelo de Body Sushi ¡Imaginaos qué cosquillas! Y, por favor, ¡Qué vergüenza! Todas las lorzas al aire y unos tíos husmeándome el sobaco. Horroroso, horroroso. 

Tampoco comería sushi del cuerpo de un caballero, por bueno que esté. ¿Quién me garantiza que no se ha escapado ningún pelillo en la depilación integral a la que están obligados los modelos de semejante disciplina oriental? No. A mí no me encontraréis ni de mesa ni de comensal. Me da cierto asquillo eso de comer directamente de los pectorales de un machote. Entendedme. Una cosa es estar ahí, a la faena, y otra es comer, comer, después de rozarle el pezoncillo al chico y ¡delante de todo el mundo!

No he nacido yo para el nyotaimori; por mucho que me entrenasen. Se me pondría la epidermis de punta al sentir el sashimi congelado encima del ombligo. Me sería imposible permanecer impasible ante esa invasión de mi espacio personal. Qué queréis que os diga: a lo mejor me sobra testosterona y eso de la territorialidad lo tengo muy presente; pero me imagino a Segismundo Lafuente acercar su bocaza, sus palillos, a semejante sitio y soy capaz de pegarle un mamporro. Más que entrenamiento para ser modelo de body sushi necesitaría una sedación nivel Profopol para soportar situación semejante.
Cada uno es libre de hacer con su cuerpo lo que quiera. Si alguien opta por prestar sus huesos y su carne para ser utilizada de semejante modo allá él o ella.  Entiendo que esto es como lo de prestar el coche: una decisión arriesgada y personal.

Me parece desmesurado la que se ha montado en Castellón porque el propietario de un restaurante quería hacer sesiones de body sushi (que no deben superar más de las dos horas). Estoy en desacuerdo con dicho empresario que compara el nyotaimori o el nantamori (lo mismo, pero sobre cuerpo de varón) con un espectáculo erótico en vivo. La diferencia fundamental es aquello de la territorialidad. Las chicas o los chicos están en un escenario, a veces muy alto y siempre alejados. Luego están los seguratas, preparados para pararle los pies a cualquier entusiasta espontáneo.

Además, Imaginaos  la escena: diez machos alrededor de una hembra, casi piel con piel. Me da igual que la comida repose sobre una hoja de platanero o --espanto-- envuelvan a la mesa humana en film transparente. Demasiada intimidad. Como la chica sea de poro abierto, fin del romanticismo. Como aquello se ponga caliente (en grados Fahrenheit -lo otro ni se contempla-) ya veo el sushi resbalar por la humedad reinante; a ellos, entre risas y cierta hambre, perseguir un maki con desesperación porque ella estornuda o le entra la tiritona y aquello se mueve más que un postre de gelatina.

Adoro la cultura japonesa y, por descontado, su comida. Cuentan que el nyotaimori hunde sus orígenes en la noche de los tiempos, en la época dorada de las Geishas; pero estoy segura que las que se prestaban a esto no eran las mejores, no aquellas cuyos servicios mantenían la casa, esa especie de gineceo donde las mujeres se entrenaban para ser divinas y hermosas, cultas y sumisas pero con pocas tonterías.

Los japoneses, que tienen máquinas expendedoras con bragas usadas, que viven más de la fantasía que de realidades (llegan tan agotados a sus hogares que apenas hacen el amor); que son admirables en tantos ámbitos, permanecen aún en una cultura machista donde la mujer --real o personaje manga -- brillará, siempre y cuando se pliegue a los deseos de las fantasías masculinas.

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