sábado, junio 08, 2013

8 de junio

Un ocho de junio de 2012 nos vimos por última vez. Dos o tres semanas más tarde, me recordaste la fecha, como si supieses que ya no habría un después. LLegaste elegante. Con tus pantalones blancos de verano y una guayabera azul indigo. Y no parabas de repetir  lo guapa que estaba. Como si te sorprendieras. 
Te sentía triste. Yo echaba cháchara sobre los miedos pero algo no iba bien. Me tranquilizabas: "seguro es una hernia de hiato". Acariciaste mi pelo. Te di un beso en la frente y me acurruqué para taparme los ojos y no ver que te ibas. Siempre eras una buena casa en los días difíciles. Siempre has sido mi regazo, incluso antes de conocerte. No puedo extrañarte más y seguir viviendo. He de pensar en otras cosas porque sería imposible. La zozobra me puede si te añoro muy seguido.  Pero hoy he visto ese ocho. Ese infinito enderezado y orgulloso que marcó aquel día. Y, como aquella primera ocasión en que nos encontramos, había una luz especial en la calle, un halo blanco y puro que lo envolvía todo. 
La jornada discurría cálida pero no en exceso. La gente estaba simpática. Hasta aquella camarera que vino a hablarme de tus otras acompañantes: "esta me gusta más que las demás". Y nos reímos: "Tiene un gusto pésimo para las mujeres ¿verdad?". Qué bonito fue oírte reir por última vez. Ese ocho acostado es un infinito de ternuras que se quedaron en el aire. Que me acompañan y que me dicen que nunca habrá nadie como tu en mi vida

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