jueves, marzo 01, 2018

La ciudad sin puertas

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 He tenido una epifanía. El miércoles pasado bajo la lluvia concluí que todo lo que amo de las ciudades que amo me recuerdan a Murcia. Qué pena que llueva tan poco porque esta ciudad es aún más bonita bajo el agua. Las nubes la convierten en Brigadoon, un lugar donde se detiene el reloj y todos los tiempos: pasado, presente y futuro, confluyen en sus aceras.

 De un modo mágico nos encontramos atrapados en esas callejas de trazados confusos donde moriscos, judíos y cristianos compartían la vida. Y es fácil imaginarse que el palacio del Almudí es de nuevo el pósito de trigo y que emerge de sus ruinas el edificio del Contraste de la Seda. Y hasta escucho las cantigas de Alfonso X retumbar en la primigenia mezquita, reconvertida en esa fastuosa iglesia catedral de Santa María. Es una suerte haber crecido aquí, en un barrio arrabalero e industrial como era San Antolín en la antigüedad. Era una niña de la calle. No había lujos, sin embargo, la vida era abundante y las calzadas donde jugábamos casi hasta las diez de la noche y en pleno invierno, un universo rico, interminable.

 Del colmado de Pepe salían aromas de manjares y su escaparate nos anunciaba las estaciones. Los mantecados en Navidad, las sandías en verano y mi padre que me decía que nada de Phoskitos, que palomitas, que son más sanas. Lo mejor de todo es que hasta un barrio como el de San Antolín, aún algo arrabalero y pobretón, tenía una calle de adoquines, como las de París, y su iglesia casi siempre estaba abierta en Semana Santa. Yo me encerraba a solas en el templo y me encontraba  cara a cara con los pasos de las procesiones: esa Verónica preciosa y la fantasmagórica imagen dibujada en un paño y el Caifás enfurruñado con su dedo señalador. Sola, subyugada en la penumbra de la iglesia; en un tiempo sin móviles, libertaria, bañada en arte y fantasía. Menuda friki.

 No fui una niña feliz pese a todo. Murcia aún esconde momentos de dolor. De luces y muchas sombras. De hecho, contra todo pronóstico, me fui a Madrid a estudiar Periodismo. Sin dinero, con becas y con una prueba de fe que haría palidecer al propio Kunta Kinte. En realidad, yo no quería estudiar Periodismo. Lo único que quería era largarme.  Soy experta en huidas. Y he intentado escapar muchas veces de aquí, de las memorias dolorosas de mis antepasados, del maldito privilegio de los antiguos hidalgos que todavía persiste en los apellidos con pedigrí y en cierta tontería estomagante, endogámica y estúpida a la que se agarran algunos colectivos. El postureo lo inventamos aquí.

 He cruzado el mundo: el verde de monte y mar de Puerto Rico, en verdad, siempre me recordó las sendas de la huerta; las playas humildes pero tan hermosas del Mar Menor. La luz de Los Ángeles y de los pioneros del cine es la misma luz de Murcia. Los trazados medievales de Londres, Edimburgo o el norte de España me han empujado a una nostalgia atroz de nuestras calles, las que perecieron en pos de un falso progreso. Tan estúpido como las hidalguías ha sido arrasar con el pasado  y primar el beneficio económico por encima de todo. Por suerte, hemos cambiado un poco. Contra todo pronóstico, ha resurgido un palpitante amor por lo nuestro.

  Pero lo que más me gusta de Murcia es que es una ciudad sin puertas, en palabras de su actual alcalde. Por eso no hay llaves, por eso corre el aire. Por eso cuando llueve, Murcia podría ser cualquier lugar del mundo.

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